Ben Ali ha sido el primer dirigente de un Estado árabe en abandonar su cargo y huir del país a causa de unas revueltas populares espontáneas. El resto de líderes autocráticos árabes han tomado nota, al igual que sus poblaciones. A pesar de las diferencias en los modelos sociales y sistemas políticos de los países árabes, muchos de sus habitantes tienen en común un profundo desapego hacia los representantes del poder. La falta de oportunidades para progresar, la rampante corrupción y la creciente carestía de la vida están generando frustración e ira cada vez más difíciles de contener. Hay quienes prefieren ver lo ocurrido en Túnez como un caso aislado. Sin embargo, bien podría ser un reflejo de fenómenos más profundos que harán insostenibles las actuales formas de gobernar en la región, basadas en el autoritarismo y la imposición.
Al término de 2010, muy pocos habrían augurado que el primer dirigente totalitario árabe en perder su “trono” sería el presidente tunecino Zine el Abidin Ben Ali. Tan sólo dos semanas más tarde, se produjo algo hasta entonces insólito en un país árabe. La movilización espontánea de la población tunecina contra el que fue su todopoderoso presidente durante 23 años logró descabezar el régimen. Ben Ali huyó de Túnez el 14 de enero, incapaz de imponer su ley y orden a una población cuya paciencia ante el autoritarismo y la corrupción había llegado a su fin. Un incidente que podía haber pasado desapercibido, como fue el acto de desesperación extrema de un joven sin horizontes, Mohamed Buazizi, quien se quemó a la bonzo tras ser humillado por enésima vez por agentes del poder el 17 de diciembre de 2010 en Sidi Buzid, fue la chispa que hizo prender el profundo descontento popular.
Las revueltas vividas en Túnez han tenido varias particularidades. Se trata de la primera ocasión en la que una población árabe se deshace de su gobernante sin la mediación de uno de los tres ingredientes “tradicionales”: un golpe de Estado militar, la injerencia extranjera o el extremismo religioso. La rebelión social se inició en pequeñas poblaciones del interior pero rápidamente se propagó por todo el país. Ni los políticos ni los intelectuales estuvieron en el origen de las multitudinarias manifestaciones en las que se mezclaron tunecinos de toda condición y edad. Las manifestaciones no se guiaron por una ideología islamista, ni marxista, ni siquiera nacionalista. Sin embargo, las demandas eran coincidentes: acabar con el régimen cleptocrático de Ben Ali, crear igualdad de oportunidades y empleo, garantizar los derechos de los ciudadanos y hacer respetar sus libertades.
Este análisis pretende hacer una primera lectura de las implicaciones que la caída de Ben Ali puede tener a tres niveles: dentro de Túnez, en el mundo árabe y a nivel internacional.
De la frustración a la esperanza, pasando por Facebook y Twitter
Ben Ali parecía dominar la escena política tunecina. Para ello contaba con dos factores clave que le habían funcionado durante más de dos décadas: un Estado policial que ejercía un férreo control sobre la población y el apoyo incondicional y acrítico de los países occidentales. Es cierto que algunos indicadores de desarrollo humano, como la educación y renta per cápita, eran algo mejores en Túnez que en otros países vecinos (aún así, quedaban bastante por debajo del potencial que tiene esa sociedad) y que contaba con más clase media que otros países árabes. No obstante, las causas que empujaron a los tunecinos a levantarse contra Ben Ali están presentes, de una forma u otra, en los demás países árabes.
Las protestas en Túnez no se han debido sólo a motivos económicos como el desempleo y el subempleo (en la realidad bastante superiores a las tasas oficiales), o el aumento incesante de los precios de los productos básicos, con el consiguiente empobrecimiento de la población, que llega a hacerse insoportable. En el fondo de las protestas está el malestar por una corrupción extendida y poco disimulada, por una clase gobernante depredadora de la riqueza nacional, por la ausencia de justicia social y por la falta de garantías para hacer respetar las libertades individuales y los derechos humanos. Sin tener esto en cuenta, no se puede entender que pocas semanas de revueltas populares fueran suficientes para acabar con la forma de gobernar de Ben Ali y enviarlo al exilio en Arabia Saudí.
Al igual que otras sociedades árabes, la tunecina estaba sumida en una “crisis de falta de expectativas”. El 60% de las poblaciones de la región tiene menos de 25 años y su esperanza de vida actual es probablemente la más alta de toda la Historia de los árabes (en el Magreb ronda los 75 años). Sin embargo, sus expectativas de vivir sin miedo al poder y con oportunidades para prosperar son diminutas. No debería sorprender, pues ése es el resultado de ejercer el poder sin controles ni contrapesos por parte de regímenes cuya razón de ser es perpetuarse a cualquier precio. Ostentar el poder absoluto durante mucho tiempo produce una ceguera entre los líderes autoritarios que les impide ver algo elemental: que la presión creciente acaba produciendo el estallido.
Con una población cuya media de edad es de 29 años, el uso de Internet no ha hecho más que crecer en Túnez durante los últimos años, al igual que en numerosos países árabes. El régimen de Ben Ali destacaba por haber impuesto severas restricciones a la libertad de expresión y al uso de Internet. Sin embargo, los jóvenes tunecinos buscaron en la Red los espacios de comunicación y activismo de los que carecían en la vida “real”, para lo que tuvieron que ingeniarse formas de eludir los controles. Las revueltas iniciadas en diciembre de 2010 han demostrado cómo las redes sociales como Facebook o los sitios de microblogging como Twitter, entre otros, han servido de acompañamiento a las acciones de protesta en las calles. También han permitido informar al resto del mundo de lo que allí estaba pasando. En un primer momento, el ciber-apoyo del exterior se materializó en una avalancha de ataques informáticos anónimos que colapsaron las webs del gobierno tunecino. Estas nuevas formas de protesta seguramente se verán replicadas en otros países árabes en el futuro.
La caída de un modelo ampliamente alabado y apoyado (desde el exterior)
El modelo impuesto por Ben Ali en Túnez había logrado el apoyo prácticamente unánime de los dirigentes occidentales. El país era presentado como una isla de estabilidad en una región convulsa, mientras que su comportamiento económico le hacía merecedor de los elogios de las instituciones financieras internacionales (con frecuencia era descrito como un “alumno aventajado”). En su afán por dominar toda la escena política y mediática, Ben Ali se deshizo con crudeza de cualquier alternativa política genuina, fuera ésta socialista, islamista o nacionalista, y rara vez resultaba reelegido con menos del 99% de los votos (llegó a alcanzar el 99,91% en 1994). De este modo, logró presentarse como el freno al avance del islamismo radical en el Magreb y un baluarte del liberalismo económico en todo el mundo árabe. La contrapartida fue que las democracias occidentales no criticaran que Ben Ali hubiera convertido su país en un feudo familiar.
Los tunecinos lo sabían, pero la revelación hecha por WikiLeaks a principios de diciembre de 2010 de algunos cables diplomáticos estadunidenses desde Túnez tuvo un efecto devastador en el país. Concretamente, un cable firmado por el embajador de EEUU, Robert Godec, el 23 de junio de 2008 bajo el título “Corrupción en Túnez: lo tuyo es mío” (08Tunis679). En él se describe a la familia extendida de Ben Ali como una “cuasi mafia”, incluidos los familiares de su esposa, Leila Trabelsi. Las consecuencias que describía el embajador eran devastadoras: “los inversores tunecinos, temerosos del largo brazo de ‘la Familia’, se abstienen de hacer nuevas inversiones, lo que mantiene las tasas de inversión interna bajas y el desempleo alto… alimentando así la frustración con el Gobierno”. Otro fenómeno que describía era “la corrupción de bajo nivel en las gestiones con la Policía, las aduanas y varios ministerios”. Cualquiera que conozca la región sabe que estos fenómenos de corrupción cotidiana de bajo nivel están extendidos, bien sea por necesidad o por capricho.
Ben Ali, al igual que otros tantos dirigentes árabes, se había dotado de poderosas fuerzas de seguridad y servicios de inteligencia (mujabarat), cuyo objetivo siempre fue garantizar la perpetuación del régimen. El acceso a puestos de trabajo en esos servicios depende de consideraciones clientelares, donde las lealtades personales y familiares cuentan más que los méritos y la voluntad de servicio público. La ausencia de controles institucionalizados lleva a confundir lo público con lo privado y los intereses del Estado con los intereses del régimen. El grado de corrupción y abuso de poder que genera esta dependencia del Estado policial conlleva un coste muy elevado para la riqueza nacional, así como una profunda distorsión de la actividad económica. La aparente estabilidad que muestran estos sistemas políticos genera a su vez una inestabilidad latente como resultado de la frustración de las poblaciones, conocedoras de los excesos de los agentes del poder.
La marcha forzada de Ben Ali ha supuesto la caída de un modelo que parecía sólido y que representaba un ejemplo para otros vecinos. Tras el derrocamiento de Saddam Husein por la fuerza y el caos que se vive a diario en Iraq, los regímenes autoritarios árabes no han cesado de recordar a sus poblaciones que las dictaduras son un mal menor, pues garantizan el orden y la seguridad. Al mismo tiempo, recordaban a EEUU y a la UE que la alternativa a esos regímenes es la anarquía, la violencia y el aumento de la influencia de los grupos islamistas radicales. Lo ocurrido en Túnez parece haber desmentido la inevitabilidad de ese escenario apocalíptico (de hecho, quienes intentaron sembrar el pánico tras la salida de Ben Ali fueron grupos leales al régimen convertidos en milicias que disparaban contra la población. Incluso llegaron a sugerir al presidente la posibilidad de alentar atentados que se atribuirían a grupos islamistas). Los tunecinos están pidiendo un sistema político participativo en el que haya una separación real de poderes, no una teocracia.
El politólogo egipcio Nazih Ayubi ya advertía en su gran obra La hipertrofia del Estado árabe (Ediciones Bellaterra, 1998) del error de confundir el “Estado fuerte” con el “Estado feroz”. El primero “se halla en una relación de complementariedad con la sociedad, y su fortaleza [se manifiesta] en su capacidad para trabajar con –y a través de– otros centros de poder presentes en ella”, mientras que el segundo “se halla en una situación tal de oposición a la sociedad que sólo puede tratar con éste mediante la coerción y la fuerza bruta”. Esa ferocidad los convierte a la larga en Estados débiles, cuya continuidad se hace insostenible. Lo que han pedido los tunecinos ha sido una transición hacia un Estado fuerte, pues ya no soportaban más el Estado feroz que los asfixiaba y empobrecía.
¿Un Ejército árabe como garante de una transición democrática?
En los últimos días se ha insistido en el papel jugado por el Ejército tunecino en el derrocamiento de Ben Ali, para concluir que se trata de un caso irrepetible en otros países árabes debido a la escasa politización de ese Ejército comparado con los de otros países árabes como Argelia o Egipto. Todo parece indicar que las fuerzas armadas tunecinas, y concretamente el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, el general Rachid Ammar, precipitaron la huida de Ben Ali al desobedecer su orden de reemplazar a la Policía y a la Guardia Nacional en la represión de las manifestaciones, incluida la orden de disparar a matar contra los manifestantes.
Sin embargo, existe la posibilidad de que el dilema al que se enfrentó el general Ammar (y que tal vez saliera en conversaciones con la Embajada estadounidense) se vuelva a producir en otros países árabes: ante la intensidad y amplitud de las revueltas sociales cabía o bien acatar las órdenes presidenciales con un resultado inevitable de centenares de muertos, descrédito total del Ejército y condena internacional asegurada, o bien dar por terminado el mandato de un líder eternizado en el poder y odiado por la población. Al optar por lo segundo, el Ejército tunecino se ha ganado el respeto de la población y puede actuar como garante que acompañe el proceso de transición que se inició con la desbandada de Ben Ali y sus secuaces el 14 de enero. Una señal positiva ha sido que, en ningún momento, el establishment militar ha mostrado la tentación de hacerse con el poder so pretexto de devolver la ley y el orden al país.
Incertidumbres y elementos para el éxito de la transición
Las implicaciones a nivel tunecino de la rebelión de 2011 dependerán de factores tanto internos como externos. Entre los condicionantes que marcarán la próxima etapa del país y que determinarán si se verán realizadas las aspiraciones democráticas de su población o si el proceso de transición se verá truncado figuran las siguientes:
1. La voluntad y capacidad de los partidos políticos de instaurar una cultura de concertación y alejarse de posturas maximalistas. Probablemente, éste sea el mayor reto tras décadas de totalitarismo y exclusión de cualquier oposición política real de la gestión de los asuntos públicos.
2. La capacidad de las fuerzas políticas y sociales de conjugar las demandas democráticas con la satisfacción de las necesidades sociales, empezando por la creación de empleo y la contención de la subida de los precios. Cualquier lentitud injustificada en ese sentido podrá generar nuevas olas de frustración social, que serían aprovechadas por los nostálgicos del viejo régimen.
3. La economía tunecina ha salido perjudicada tras varias semanas de revueltas, entre otros motivos por la caída del turismo internacional. La recuperación de los sectores productivos cuanto antes dará mayor margen de maniobra al gobierno que tenga que gestionar el país durante la transición. Aquí el apoyo internacional tiene una importancia máxima.
4. La forma de relacionarse de la población joven con la clase política será crucial. Las elites políticas del viejo régimen, así como de la oposición, pertenecen a una generación de veteranos. De su capacidad de incorporar nuevas caras dependerá que la juventud que ha llevado la carga de las revueltas se vea representada o no.
5. El apoyo o las complicaciones que lleguen del exterior contribuirán al éxito o fracaso de la transición tunecina. Es de esperar que los defensores de los otros regímenes autoritarios árabes no estén interesados en que la experiencia tunecina sea exitosa, pues podría inspirar a sus propias poblaciones a hacer algo parecido. Los países de la UE tienen un papel muy importante que jugar para que la población tunecina vea cumplidas sus aspiraciones, a pesar de que las primeras reacciones de los líderes europeos hayan sido de una tibieza inexplicable. La nota entusiasta la puso el presidente estadounidense Barack Obama, quien el mismo día de la huida de Ben Ali elogió “la valentía y dignidad del pueblo tunecino”, y recordó que “los países que respetan los derechos universales de sus poblaciones son más fuertes y tienen más éxito que aquellos que no lo hacen”.
Conclusión
Hacia un cambio de paradigma
Los tunecinos han demostrado que descabezar una dictadura árabe es más fácil de lo que se pensaba. Una pocas semanas de manifestaciones espontáneas, pacíficas y alejadas de ideologías políticas (a pesar de lo cual cerca de un centenar de manifestantes murieron tiroteados) bastaron para expulsar a los cabecillas de la cleptocracia tunecina, empezando por Ben Ali y su esposa. Aunque el panorama aún está lejos de aclararse y existe mucha incertidumbre sobre la nueva etapa en Túnez, el statu quo que reina en el mundo árabe está en peligro, y con él la apariencia de estabilidad de sus regímenes políticos.
La sociedad tunecina ha sentado un precedente para otros árabes cuyas expectativas de tener una vida digna y próspera son muy limitadas, por no decir casi nulas. Al final, habrá más “ben alis” si no cambian las formas de gobernar los países del norte de África y Oriente Medio. Ya nadie duda de que la chispa económica puede forzar la combustión acelerada de un régimen autoritario que parecía muy estable. Es el momento de que las potencias occidentales, y concretamente los países de la UE, reevalúen el coste real de la estabilidad aparente que los regímenes árabes les prometen a cambio de su apoyo incondicional. Es necesario que los ciudadanos y los dirigentes europeos se cuestionen si su seguridad y sus intereses económicos en su vecindario sur están mejor garantizados por “Estados feroces” o por Estados fuertes.
El himno nacional tunecino concluye con los dos siguientes versos del poeta local Abul-Qasim al-Chabbi: “Si el pueblo un día aspira a vivir, el destino le responderá necesariamente. La oscuridad tendrá que desaparecer y las cadenas habrán de romperse”. Un siglo y medio después de que la primera Constitución árabe fuera adoptada en Túnez en 1861, la población de ese país ha reclamado un nuevo marco constitucional que garantice un sistema político participativo en el que haya una separación real de poderes. Será doblemente perjudicial que los gobiernos democráticos no apoyen esa aspiración.
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