Thursday, February 3, 2011

Los 'mitos urbanos' de la parapolítica

Ahora que la parapolítica comienza a ser parte del pasado, es tiempo de reflexionar sobre lo ocurrido sin tantas pasiones. Una forma peculiar de hacerlo es utilizar la analogía de los 'mitos urbanos' para descifrar qué tanto hay de cierto y qué tanto de mentira en las percepciones de la opinión pública. Aquí me aventuro con cuatro mitos:
Mito 1: Los paramilitares eran sólo una herramienta de élites más poderosas.
Falso. Este es un mito generalizado dentro de la izquierda colombiana. Ciertamente, políticos, empresarios, militares y demás miembros del establecimiento han mantenido algún tipo de alianza con narcotraficantes y ejércitos privados. Y puede ser que en sus inicios algunos de ellos hayan participado activamente en la organización de estos grupos. Sin embargo, ya para mediados de los noventa los paramilitares no eran una marioneta de nadie, sino que eran un poder per se. Don Berna, Macaco, Mancuso, Jorge 40, los hermanos Castaño y demás comandantes, habían organizado poderosos ejércitos de varios miles de hombres.

Disponían de fortunas que fácilmente superaban los centenares de millones de dólares. Y más importante aún, se habían convertido por esfuerzo propio en el estado local. Eran ellos quienes cobraban impuestos y administraban la ley en muchas regiones. ¿Por qué entonces les iban a regalar semejante poder a las élites tradicionales?
Más bien habría que indagar las razones por las que los paramilitares tuvieron que realizar concesiones de poder a las élites tradicionales y en qué consistían estas concesiones de acuerdo al poder de las partes. En el plano regional, donde estas alianzas fueron más visibles y sólidas, los motivos giraban alrededor de la necesidad de protección y recursos por parte de los sectores tradicionales. Si se era un político de provincia, las posibilidades de tener éxito en el juego electoral eran muy estrechas si no se contaba con el respaldo del grupo armado que controlaba la zona.
Si el candidato y sus colaboradores no eran asesinados, los potenciales seguidores eran amenazados o simplemente se presionaba a quienes contabilizaban los votos para alterar los resultados. No hay que olvidar, además, que la guerrilla había creado una situación insostenible para las clases altas locales. Terratenientes, comerciantes y demás notables de provincia no tenían más opción que acoger a los paramilitares para salvarse de un secuestro o de un destierro seguro. La existencia de un enemigo común, la guerrilla, facilitó estos acuerdos.
De otra parte, las economías locales no tenían como convertirse en un contrapeso a las inyecciones de recursos que traía el narcotráfico. Ningún empresario legal estaba en condiciones de financiar un candidato competitivo. La clase política local debía pactar con los poderes emergentes para poder tener algún chance en las elecciones. No se trataba de un dilema de honestidad. Desde mucho antes los políticos robaban sistemáticamente del presupuesto público para financiar sus campañas y lucrarse. Pero ahora los costos de las campañas se habían disparado porque con los nuevos recursos el clientelismo se había expandido hasta la entrega de electrodomésticos. Quien no tenía acceso a esa fuente adicional de recursos, simplemente no era competitivo.
¿Qué recibían los paramilitares a cambio? Paradójicamente Colombia es un estado fuerte. La crisis de seguridad de los últimos 30 años no ha puesto en riesgo la existencia de las instituciones democráticas. Para poder convertirse en el poder local se necesitaba establecer alianzas con quienes ocupaban las instituciones locales. Un paramilitar con un ejército de miles de hombres sin algún tipo de acuerdos con los gobernadores, los senadores y los organismos de seguridad de una región inevitablemente se iba a encontrar en una situación de enfrentamiento con la institucionalidad. Era imposible que cuando una patrulla de cien soldados se topara con un comando de otro tanto de paramilitares el resultado no fuera catastrófico sin la existencia de cierta coordinación entre las partes.
En el caso de las élites nacionales, la situación era muy diferente.
La clase política, los empresarios, los medios de comunicación y la ciudadanía en su conjunto sí tenían como hacer contrapeso a los narcotraficantes y a los ejércitos privados. Sin embargo, nunca optaron por una estrategia decidida en contra de los paramilitares.
¿Por qué? A mi modo de ver porque implicaba unos costos políticos y económicos que no estaban dispuestos a asumir. ¿Si se reprimía el narcotráfico quién iba a pagar el deterioro de las economías locales? Ni los grandes 'cacaos' ni la clase alta y media de las grandes ciudades estaban dispuestos a transferir más recursos a unas élites de provincia que se habían probado corruptas e ineficientes.
Y aún suponiendo que se hubiera reprimido la economía ilícita y no se hubiera hecho mayor cosa por el bienestar de las regiones, existía otro costo imposible de asumir. La arremetida paramilitar de finales de los noventa y principios del dos mil significó un alivio frente a la expansión de la guerrilla. En últimas, quien pagó gran parte de la cuenta de cobro de la lucha contra la subversión en los momentos más álgidos de la crisis de Samper y la negociación de Pastrana con las Farc fue el narcotráfico. De otra manera las élites del centro hubieran tenido que recurrir a su bolsillo para evitar un deterioro aún más dramático de la seguridad. De allí que el auge paramilitar que condujo a la parapolítica tuvo su principal explicación no en la organización de ejércitos privados por las grandes élites de Colombia, sino en la delegación del poder regional a narcotraficantes y ejércitos privados. La clase política investigada por la parapolítica fue aquella que sirvió de mediadora en la delegación de dicho poder.
Mito 2: La parapolítica fue el resultado del enfrentamiento entre Uribe y las Cortes. Por lo tanto, la parapolítica nunca existió.
Cierta la primera afirmación, falsa la segunda. Nadie podría negar al día de hoy que Uribe y los magistrados de la Corte Suprema mantuvieron un pulso de fuerza durante la mayor parte de sus ocho años de Gobierno. Tampoco podría negarse que la estrategia de ambas partes consistió en deslegitimar a su oponente al denunciar la existencia de vínculos con actores ilegales. El problema estaba en que la mayoría de los casos estos vínculos no eran la invención de unos jueces con ansias de conspirar, sino de una realidad que se desbordaba.
No iba a ser muy difícil para cualquier investigador judicial que hiciera su trabajo de manera juiciosa tropezarse con los hechos.
Las cifras electorales, los testimonios y las pruebas materiales sobraban por una razón simple: el oficio de la política en las regiones colombianas estaba atravesado por las armas y recursos de origen dudoso. Bastaba que alguien se sintiera amenazado, traicionado o interesado en algún beneficio judicial para que las pruebas afloraran. Rafael García, 'Pitirri' y 'Tasmania' son el ruido de una realidad que no podía seguir permaneciendo oculta a la opinión.
El paso siguiente y obvio de la Corte fue utilizar las pruebas para responder las andanadas de Uribe. En ese sentido fueron bastante efectivos para resquebrajar la colectividad política que soportaba al Gobierno nacional. Pero no hay mayor evidencia que dé a pensar que el grueso de las investigaciones de la Fiscalía y la Corte sean parte de una conspiración. De hecho, las evidencias de una conspiración apuntan más hacia el Gobierno de entonces. Las chuzadas del DAS, el montaje de 'Tasmania' contra el Magistrado Velázquez y la filtración a Semana de la falsa asistencia de Ascencio Reyes a la posesión del fiscal Iguarán no dejan lugar a dudas. Pero aún suponiendo que las acusaciones del ejecutivo contra la rama judicial sean ciertas, éstas no niegan la existencia de la parapolítica. Al contrario, reforzarían la tesis de que en Colombia el narcotráfico y los ejércitos privados son actores fundamentales dentro de las instituciones del país.
Mito 3: Las confesiones de los paramilitares obedecieron a una venganza de delincuentes que se sintieron traicionados.
Cierto, pero no por eso lo que contaron es falso. La traición efectivamente existió porque los vínculos con los políticos fueron un hecho real. La clase política había establecido unos parámetros básicos de negociación con los paramilitares en el marco del proceso de paz. A cambio de no delatar sus vínculos en el proceso de Justicia y Paz, la clase política debía garantizar su inserción en la legalidad bajo unas condiciones convenientes a los jefes paramilitares. Pero las premisas del acuerdo eran muy volátiles. El riesgo de que otras fuerzas sabotearan cualquier intento de encubrir a los políticos y la necesidad de continuar delinquiendo para mantener su poder perfilaron un escenario en que las partes rápidamente iban a verse enfrentadas.
Apenas el Gobierno encarceló a los paramilitares en Itagüí, las chispas se convirtieron en incendios. Presionado por Mancuso, De la Espriella reveló el pacto de Ralito como una advertencia a la clase política. Pero ya no había punto de retorno. La Corte aprovechó la oportunidad y presionó a la Presidencia. Los nuevos testimonios sirvieron para profundizar la parapolítica. Las pruebas y las delaciones resquebrajaron la coalición política que respaldaba a Uribe. A medida que la justicia presionaba a los paramilitares en sus procesos para contar la verdad, las suspicacias entre las partes aumentaban. Los políticos pensaban que los paramilitares se iban a destapar en cualquier momento, mientras que los paramilitares vislumbraban que nada de lo prometido iba a ser cumplido.
Pese a todas las retaliaciones y desconfianzas, políticos y paramilitares pretendieron continuar los acuerdos. Si bien algunos jefes paramilitares como 'Macaco' habían decidido apostar sus cartas a la Corte, la mayoría continuaba del lado del Gobierno. Prueba de ello es la visita de Job a la Casa de Nariño. El objetivo de este encuentro era coherente con la premisa fundamental que llevó al acuerdo de paz de Ralito: a cambio de no desvertebrar el poder político de las regiones a partir de sus declaraciones a la justicia, los paramilitares recibirían beneficios en su tratamiento por el Estado. La diferencia estaba en que además había que deslegitimar a la Corte y en que las concesiones del Gobierno se reducían sustancialmente a lo pactado en sus inicios. Ahora la cuestión no era si cumplirían su pena por fuera de una prisión, sino en cómo iban a ser las condiciones carcelarias.
Pero nuevos acontecimientos hicieron que Uribe no demorara en doblar las apuestas y patear la mesa. Corrieron rumores de que los paramilitares estaban pensando tomar partido por la Corte. Una borrachera desafortunada de un abogado en La Picota prendió las alarmas en las huestes del Gobierno. El riesgo de que el resto de los paramilitares se fueran del lado de la Corte no dejaba mayores opciones al Presidente. La extradición podía ser riesgosa en el largo plazo pero quitaba de por medio un ruido que progresivamente minaba el capital político del gobierno. Las declaraciones de Uribe fueron contundentes cuando sostuvo que había extraditado a los 14 jefes paras porque se estaba cocinando una alianza siniestra entre legales e ilegales.
Desde sus prisiones en Estados Unidos, los jefes paramilitares han tratado de retomar su participación en el proceso. Sin embargo, hasta ahora es muy poco lo que han podido hacer para vengar la traición. Las declaraciones de Mancuso, el 'Tuso' Sierra y Don Berna tuvieron efectos mediáticos momentáneos pero sus repercusiones judiciales son mínimas en comparación con sus denuncias. Las amenazas a sus familiares, la debilidad de los mecanismos judiciales y, sobre todo, el poco interés de Estados Unidos por permitir que se afecte la reputación de los gobernantes de los países comprometidos con la extradición, no permiten consumar la venganza. Aunque no hay que olvidar aquel proverbio chino que dice que la venganza es un plato que sabe mejor frío.
Mito 4: El Presidente no sabía nada de las alianzas que se estaban tejiendo entre políticos y paramilitares.
Falso. Es fácil demostrar que Uribe estaba enterado de lo que sucedía en las regiones colombianas desde antes que la justicia emitiera decisiones al respecto. La defensa que realizó de Jorge Noguera ante los medios, la denuncia del alcalde de El Roble en un Consejo Comunitario, su posterior asesinato y el nombramiento de su presunto asesino en un cargo diplomático y, en general, el rechazo a los cuestionamientos de los miembros de su coalición de gobierno, demuestran que Uribe estaba enterado de lo que sucedía pero estaba más preocupado por mantener su gobernabilidad. ¿Qué otra conclusión puede sacarse cuando les pidió a los congresistas que antes de irse a la cárcel por la parapolítica le votaran sus proyectos?
En gracia de discusión, podría concederse que la realidad política de las regiones era un asunto que rebasaba a Uribe de la misma manera como lo había hecho con todos los Presidentes anteriores.
Es imposible en Colombia construir mayorías democráticas para gobernar si no se apela a una clase política que en las regiones ha desarrollado todo tipo de vínculos con narcotraficantes y organizaciones violentas. Y es seguro que los Presidentes, como animales políticos que son, saben muy bien cuáles son los intereses que en últimas mueven a los senadores, representantes y demás políticos profesionales que sostienen su gobernabilidad.

La diferencia está en el tipo de concesiones que se realizan con las colectividades políticas. Es normal que los Presidentes entreguen el manejo de cuotas burocráticas, espacios de poder institucional y hasta contratos públicos a cambio de mantener el respaldo de una colectividad política. Pero cuando la base de la colectividad que apoya al ejecutivo se encuentra cuestionada hasta el tuétano y el Presidente insiste en defender su legitimidad, la cuestión es más complicada. Quiere decir, ni más ni menos, que se está comprometido con esa forma de poder.

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