Tuesday, December 28, 2010

La recomposición de las relaciones transatlánticas: Obama y la UE en la Cumbre de Lisboa

La Cumbre de Lisboa entre EEUU y la UE ha levantado una serie de expectativas con respecto a la recuperación de una relación transatlántica que, conforme a las percepciones de académicos, medios de comunicación y líderes políticos, no pasa por su mejor momento. La atención del presidente Obama a las potencias emergentes, ejemplificadas en su reciente gira por Asia y las renacidas percepciones sobre la irrelevancia de Europa tras los rescates de Grecia e Irlanda y los problemas estructurales de la política internacional de la Unión tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, han contribuido a esta situación.

Tras los acontecimientos de los días 19 y 20 cabe concluir que, una vez más, la atención otorgada a la Cumbre de la UE –en parte por la propia atención recibida en la Cumbre de la OTAN– no ha cumplido con las expectativas de los líderes europeos. Por todo ello, es posible afirmar que los problemas derivados de las percepciones en relación a la irrelevancia de Europa frente al ascenso de las potencias emergentes derivan más de la falta de voluntad política de los líderes y Estados que conforman la UE para solventar los problemas estructurales de su política internacional y no de supuestos datos empíricos que justifiquen su declive. Estos cambios deberían acometerse cuanto antes para adaptar la política internacional de la UE y su relevancia como actor global a un mundo más realista y competitivo.

Introducción
A la vista de los acontecimientos del último año, no parece que las relaciones transatlánticas pasen por su mejor momento: lo sucedido con la fallida cumbre de Madrid –precedida por las decepciones de Copenhague y el día posterior a la firma del Tratado START 3– ha hecho preguntarse a los líderes de la UE–como ha puesto de manifiesto Catherine Ashton en una comunicación reciente- si realmente la UE tiene tanta relevancia para EEUU. El anuncio de la Administración Obama en relación a la ausencia del presidente estadounidense tuvo un enorme efecto en la percepción sobre el estado de las relaciones transatlánticas. Pese a todo, la UE y EEUU han seguido colaborando en cuestiones geopolíticas de primer orden. Es conveniente, una vez celebrada la Cumbre de la UE-EEUU de 20 de noviembre, analizar si el citado encuentro ha servido para recomponer las supuestamente deterioradas relaciones transatlánticas.
La política internacional de la Administración Obama de Praga a Lisboa
Es más que probable que el año 2010 no sea recordado como el año más fructífero en cuestiones de política internacional de la Administración Obama. Cuestiones centrales de carácter interno, como han sido la reforma sanitaria, la mala situación del mercado laboral en EEUU o las recientes elecciones legislativas –que tan mal resultado han tenido para el Partido Demócrata– han requerido su atención y su presencia en EEUU, presentando un perfil bajo en cuestiones internacionales durante este período, con las pocas pero importantes excepciones de la retirada estadounidense de Irak, el preocupante deterioro del conflicto afgano y las reuniones del G-20. La retirada de Irak y la entrega de las labores de asesoramiento y apoyo al Departamento de Estado –rompiendo con la mecánica de la Administración Bush y con el peso otorgado al menos experimentado Departamento de Defensa– ha sido uno de los puntos fuertes del año 2010 en lo que respecta a la política internacional del presidente estadounidense. Aquella guerra que, en palabras del destacado periodista George Packer, acabó con las intervenciones humanitarias que se venían desarrollando desde los años 90, también arrasó con el optimismo de la literatura sobre la paz democrática de la década anterior –que se había enfocado en los beneficios de la democratización, tomando como modelo democracias consolidadas y no en las dificultades de cómo construirla– y afirmó la oposición de las potencias emergentes al universalismo de los principios europeos. A lo anterior se añade un coste de miles de vidas y miles de millones de dólares. No es por ello extraño que marcase de forma clara la propia política exterior de la Administración Obama y permaneciese como objeto de debates académicos y políticos como el posible Vietnam de la pos-Guerra Fría –si es que Afganistán no le arrebata ese privilegio–.
Asimismo, el minusvalorado –en los medios europeos– pero enormemente importante anuncio realizado con ocasión de la retirada iraquí, que rechaza la construcción de nuevos protectorados internacionales en el exterior y promueve la construcción estatal dentro de las fronteras estadounidenses, o la anunciada preferencia de Obama por seleccionar y atacar objetivos concretos en el seno de la lucha antiterrorista antes que por desplegar grandes ejércitos –como dijo en su discurso del 23 de septiembre de 2010 ante la Asamblea General de la ONU– han brillado de manera singular y mostrado al Obama más realista y pragmático. Otras iniciativas de cierta relevancia, como la Estrategia de Seguridad Nacional de mayo de 2010 –de carácter ecléctico y orientación poco clara– han ido apareciendo, sin modificar demasiado la política internacional ya iniciada por el presidente Obama. Sin embargo, a finales de año los acontecimientos se han ido acelerando. Los crecientes desencuentros de la Administración norteamericana con China, los cambios políticos en Corea del Norte y, especialmente, su reciente gira por la región de Asia-Pacífico –en concreto, visitando a algunos de sus aliados más cercanos– han provocado que no se pueda mencionar la Cumbre de la UE y EEUU en Asia sin analizar su contraparte transpacífica o prestar atención a los recientes acontecimientos en la región.
A priori, si uno analiza los discursos lanzados por la Administración Obama en la India, Indonesia, Corea del Sur o Japón –para asistir al Foro Económico de Asia Pacífico–, no verá grandes cambios respecto de los ya anunciados durante su primer año.[1] Siguen presentes las referencias a conflictos destacados como los de Irak y Afganistán, continúa manteniendo sus referencias a los tres grandes desafíos trasnacionales enunciados en el primer año –cambio climático, desnuclearización y regulaciones financieras– y muestra el mismo talante conciliador que le lleva a presentar su discurso indonesio como la continuación del famoso discurso de El Cairo. Sin embargo, los discursos y el largo viaje realizado por Asia llevan también a acentuar la destacada percepción de la predilección de la presente Administración por potenciar la relación con las potencias emergentes en detrimento de sus aliados europeos –y también de China como excepción destacada–. En el caso de la India, la potencia asiática es denominada por el presidente estadounidense como “la mayor democracia del mundo” e incluso ha apoyado públicamente una reforma del Consejo de Seguridad que dé cabida a la misma como miembro permanente, algo que no redunda, necesariamente, en beneficio de los países europeos.
Con todo, parece racional pensar que el viaje de Obama, por mucho que pueda implicar una devoción por la región de Asia-Pacífico que entronque con la visión del presidente estadounidense, tendente a implementar una nueva relación con las potencias emergentes, también tiene motivos mucho más prosaicos e inmediatos relacionados con intereses estratégicos y vitales o con motivaciones de carácter económico. Uno de estos posibles motivos tiene que ver con el varapalo recibido en las elecciones legislativas de noviembre, motivado en buena medida por la mala situación económica estadounidense y la elevada cifra de paro, que llena las portadas y los debates en los medios del país norteamericano. En estas elecciones, la política exterior no ha sido ni de lejos, la principal protagonista. En este sentido, el viaje de Obama por Asia ha tenido un cariz económico fundamental, con la firma en la India de una veintena de contratos por más de 10.000 millones de dólares –a destacar aquellos de los que se va a beneficiar la industria aeronáutica– que pueden llevar a la creación de unos 50.000 empleos en EEUU. Estas cifras no son baladíes si tenemos en cuenta la situación de la economía estadounidense y el protagonismo creciente que le otorga Obama a la cuestión económica tanto en discursos como en su atención práctica.
Un segundo aspecto es la posibilidad de que Obama intente fortalecer los lazos con algunos de sus aliados asiáticos –con quienes no ha sido particularmente enérgico en algunas de sus políticas más polémicas como el apoyo indio al régimen birmano o a la antigua lucha de Indonesia contra la guerrilla separatista de Papúa, que ha llevado a algunos generales ante un tribunal militar por aplicar la tortura a sus prisioneros– frente a una China con la que mantiene crecientes divergencias a nivel económico –como se puso de manifiesto en la Cumbre del G-20 de Seúl, donde la medida unilateral de la Administración estadounidense tendente a aplicar una política monetaria expansiva ha levantado ampollas–, político y estratégico. Es probablemente exagerado sostener que la intención de Obama haya sido aplicar una política de contención del crecimiento chino como la que reclama Mearsheimer,[2] pero no lo es sostener que Obama, impulsando la ambición de algunos de los rivales de China en la región, como es el caso de la India o Corea del Sur, pueda querer presionar al Estado asiático para que modifique algunas de las políticas que no se corresponden con los intereses estratégicos estadounidenses del momento.
En cualquier caso, parece prácticamente inevitable que a la hora de celebrarse la Cumbre de Lisboa, la atención que el presidente estadounidense ha dispensado a Asia –con el riesgo implícito del establecimiento de una “relación transpacífica”, como alternativa a la relación transatlántica– sea comparada con la que va a otorgar a la UE, que a su vez afronta otro tipo de problemas.
Los problemas de Europa: entre la crisis económica y la irrelevancia internacional
Uno de los acontecimientos más importantes que se han dado en la UE en este último año ha sido la puesta en marcha del famoso Tratado de Lisboa, que establece el denominado Servicio de Acción Exterior y el nombramiento de Herman Van Rompuy como presidente del Consejo Europeo y Catherine Ashton como alta representante. El exceso de representación, las luchas internas por el nombramiento de los cargos del Servicio de Acción Exterior, las luchas entre instituciones –encabezada por el propio Parlamento Europeo– para alcanzar una mayor cuota de poder o la inexperiencia y escaso carisma de los nuevos cargos, se han unido a otros de los problemas estructurales que ya arrastraba la UE –ausencia de enfoque hacia el poder duro, desconfianza de su opinión pública al poder militar o a intervenir militarmente en otras regiones del mundo o el discurso moralista y utópico de sus líderes en política internacional– para alcanzar una nueva cima en las percepciones de la Academia y los políticos estadounidenses en relación a la renovada irrelevancia de Europa en un –supuesto– momento de ascenso de nuevas potencias.
Se han lanzado varias hipótesis en la Academia y los think tanks estadounidenses sobre esta renovada irrelevancia de Europa. La primera de ellas es la económica, protagonizada por los rescates económicos de varios Estados periféricos, como Grecia e Irlanda que, lejos de tener efectos meramente económicos, han influido en la percepción estadounidense del declive europeo y generarán políticas en consecuencia. Asimismo, han tenido un efecto no deseado, como es el cuestionamiento del propio liderazgo alemán y del euro como moneda. La perspectiva económica no es la única en la que se han basado los autores norteamericanos para criticar la deriva europea. La tesis de la “renacionalización” de la política exterior europea, enunciada por el profesor Charles A. Kupchan, pone énfasis en cuestiones de carácter político y social. Según ésta teoría, una variedad de factores que van desde el cambio generacional de los líderes europeos –que en la actualidad no habrían pasado por conflictos como la Segunda Guerra Mundial– hasta el hartazgo por una ampliación demasiado rápida y los factores económicos y políticos ya mencionados, habrían llevado a un debilitamiento de los lazos de solidaridad entre los diferentes Estados, poniendo en peligro todo el proceso de integración regional y fragmentado la acción exterior de la UE, lo que provocaría consecuencias a nivel internacional, como un incremento de la carga estadounidense a la hora de hacer frente a diversos desafíos internacionales, como resultado no deseable de tal fenómeno.
A esta situación general de Europa cabe añadir la creciente desconfianza de sus líderes –parece que la popularidad de Obama se mantiene elevada entre la población europea, en concreto sobre un 77%– hacia un presidente Obama que han percibido demasiado frío y distante, tras su ausencia de la Cumbre de Madrid y otras acciones ya mencionadas que han tendido a considerar desplantes. Asimismo, parecen haber percibido una pérdida de interés en el presidente estadounidense por las relaciones con Europa frente a sus esfuerzos por promover un nuevo entendimiento con las potencias emergentes, como ha sucedido en su reciente viaje a Asia o sucedió en la Cumbre de Copenhague. Pese a todos estos desencuentros que se han producido entre ambas orillas del Atlántico y al debate sobre la irrelevancia creciente de Europa, existen una serie de desafíos comunes que siguen siendo prioritarios para ambos y que continuarán requiriendo la atención de una colaboración transatlántica.
La agenda de la UE y EEUU en la Cumbre de Lisboa
Entre los grandes desafíos afrontados de manera conjunta por ambas entidades destaca con particular intensidad el conflicto de Afganistán –cuestión emblemática que afecta tanto a la Cumbre de la OTAN como a la de la UE–. Una guerra calificada por el presidente Obama en su discurso del premio Nobel como una guerra de necesidad –una guerra realista motivada por intereses nacionales– pero que, tal y como puso de manifiesto Richard Haass, presidente del influyente Council on Foreign Relations y creador del concepto en un libro que comparaba la Guerra del Golfo con la de Irak –afirmando que la primera era un guerra de necesidad y la segunda una de elección o idealista–, la guerra de Afganistán fue inicialmente una guerra de necesidad pero se convirtió en una guerra idealista o utópica en algún momento inicial tras la asunción del poder por la Administración Obama. De hecho, y pese al anuncio de Obama en su discurso a la nación del 31 de agosto, realizado con ocasión de la retirada de Irak –anunciando una estrategia parecida a medio plazo para Afganistán–, donde priorizó la construcción estatal interna –incrementando la prosperidad estadounidense o la eficiencia de sus instituciones– frente a la externa, europeos y norteamericanos han continuado invirtiendo considerables recursos económicos y humanos en el proceso de construcción estatal afgano. Es ésta una empresa de dudoso éxito y en la que se ha tendido a no reconocer el pesimismo imperante en la Academia sobre la exportación de la democracia tras el conflicto de Irak y a rechazar el hecho de que no sabemos cómo se construye una democracia y que, si lo supiéramos, en este momento no existe una voluntad política tendente a invertir los inmensos recursos necesarios para ello. Parece que, como suele suceder, la paz democrática tendrá que esperar a tiempos mejores para su implantación. Pese a todos los esfuerzos realizados, cambios de estrategia o recursos invertidos la situación parece no mejorar. En cualquiera de los tres planos del proceso –económico, político o de seguridad– los avances son escasos, debiendo incluso afrontar las críticas del presidente Karzai –de legitimidad democrática dudosa pese a los comentarios de Rasmussen– por las operaciones militares y los daños colaterales causados. Parece que solo una estrategia de vietnamización real –en referencia a la estrategia seguida por el presidente Nixon en Vietnam, para que los aliados mantuviesen la seguridad por su propios medios con asistencia estadounidense y que formó parte de la doctrina que lleva su nombre–, sobre la que los aliados parecen estar bastante de acuerdo a la vista de los resultados de la Cumbre de la OTAN, que no eternice nuestra presencia en un país donde no sabemos bien lo que hacemos –recordemos que al-Qaeda está presente en Somalia, Yemen, Pakistán y otros lugares– atenuará los enormes costes que está produciendo en una economía occidental en crisis. El conflicto de Afganistán ha quedado convertido no ya en un conflicto de elección, sino en una guerra simbólica. Un conflicto para mantener la credibilidad de Occidente y evitar que al-Qaeda reclame la victoria en el país que albergó a los terroristas que planearon el 11 de septiembre. Es de destacar que, con todo, el éxito o fracaso de los planes establecidos para Afganistán afectarán profundamente no solo a EEUU sino a la propia Europa y sus perspectivas de retirada de tropas para 2014.
Las negociaciones nucleares con Irán es otro de los temas geopolíticos que se han incluido en la agenda de la Cumbre entre la UE y EEUU, de cara a las negociaciones del grupo denominado 5+1 a celebrar en diciembre, tras la adopción de nuevas sanciones calificadas de “efectivas” por el secretario de Defensa Robert Gates. También la previsiblemente estancada situación del Próximo Oriente forma parte de la agenda. Es necesario, además, mencionar un conflicto de Irak que parece seguir siendo fuente de polémica y respecto del que el Parlamento Europeo, en su papel de portavoz de los planteamientos más utópicos de la política internacional desarrollados por la UE mientras busca un lugar de poder bajo el sol de las instituciones de Bruselas, ha solicitado a los representantes europeos que se trate la investigación de las revelaciones de Wikileaks –la conocida página de Internet que ha dado a conocer en los últimos meses numerosos documentos clasificados sobre las guerras de Afganistán e Irak– en relación a las operaciones sobre el terreno –la mayoría previamente conocidas– reflejadas en los documentos revelados y las acusaciones de tortura, sobre los que se han dicho en los medios bastantes tonterías. Asimismo, la lucha antiterrorista que también ha producido quejas estadounidenses en determinados casos, con ocasión del pago de rescates por parte de países europeos en regiones como el Sahel o la lucha contra la piratería en Somalia –donde la UE tiene un importante papel– han sido objeto de tratamiento.
Haití es otro de los casos en los que tanto EEUU como la UE tienen ciertos intereses comunes y en el que la UE ha gastado unos 1.600 millones de dólares. Al mismo tiempo, es uno de los primeros ejemplos en los que la visibilidad de la UE a nivel internacional ha sido mayor que la de sus Estados miembros. Sin embargo, es también otra de las grandes historias de fracaso de la pos-Guerra Fría, uno de los ejemplos más claros del fallo de las políticas de expansión de la democracia y de los procesos de state-building puestos en marcha en aquel momento, que confirma las aseveraciones más pesimistas de la literatura de la democratización tras la Guerra de Irak. Los intentos de establecer una democracia en el país caribeño no parecen haber traído la paz, prosperidad ni estabilidad que el optimismo de los 90 preconizaba, provocando la frustración en una población desengañada frente a las promesas de Occidente y, lo que es peor, no se vislumbra ninguna solución a medio plazo, más allá de la retirada.
No todos los temas a debatir en la agenda de la cumbre con la UE son cuestiones de seguridad tradicional o humana –por mucho que sean las más apreciadas por el país norteamericano–. El polémico acuerdo SWIFT de cesión de datos y la política monetaria expansiva –para la que muchos medios han utilizado la expresión del “sálvese quien pueda” que sirve, paradójicamente, en la literatura de relaciones internacionales para describir al realismo político más descarnado– que tantas suspicacias despertó en Seúl y tantas acusaciones de “egoísmo” le han valido, son cuestiones de esencial relevancia a tratar en la Cumbre del 20 de noviembre precisamente por las divergencias que producen entre ambas orillas del Atlántico.
La Cumbre de Lisboa y su papel en la recomposición de las Relaciones Transatlánticas
Es más que evidente que la Cumbre de Lisboa entre la UE y EEUU Unidos es una iniciativa europea –y no del presidente Obama– para restablecer los antiguos lazos que caracterizaron la citada relación hasta el final de la pos-Guerra Fría y sustituir la fallida Cumbre de Madrid. A la vista de los hechos ya dados a conocer, ¿ha servido para el propósito para el que fue convocada? Como siempre, el resultado no puede definirse sino como agridulce. Pese a las buenas intenciones y a los augurios supuestamente positivos que se dieron antes de la misma, la escasez de la duración de la misma –unas tres horas– y el planteamiento de algunos temas, que desde la óptica estadounidense son de segundo orden –cuestiones económicas, adopción de medidas contra el ciberterrorismo, etc.– que podrían ser perfectamente tratadas en una reunión de funcionarios de segundo orden, dan una idea de las enormes limitaciones de la reunión –algo que, por otra parte, era previsible–. Si comparamos la atención mediática que la citada cumbre ha recibido, en comparación con la de la OTAN –que, en lo que respecta a la retirada de Afganistán o a las relaciones con Rusia parece haber supuesto, si se me permite la licencia, una victoria del pragmatismo sobre la ideología– puede considerarse una especie de nota a pie de página y ello evidencia, una vez más, las graves carencias de la política internacional europea, los enormes problemas estructurales que arrastra y la grave equivocación en sus percepciones.
Esta equivocación se centra en que la falta de atención de Obama a la UE es fruto exclusivo de la prioridad otorgada a las potencias emergentes y a la región de Asia-Pacífico, pero hay una cuestión de mayor relevancia. En tanto que los europeos solemos identificar el concepto Europa con la UE, en el caso estadounidense no es necesariamente así. En 2009 expuse que el discurso electoral de Obama priorizaba las relaciones bilaterales con sus socios a través de la OTAN, en tanto que la UE era mencionada en referencia al cambio climático. Esto no quiere decir que Europa –y los Estados que la componen– no sean relevantes para EEUU, sino que para EEUU es tan europea la OTAN, en la que trata a sus socios bilateralmente en cuestiones que para ellos son de primer orden, como la UE, con la que suele tratar temas más prosaicos a un nivel distinto. No cabe duda de que las declaraciones de Obama en su discurso o a través de su Estrategia de Seguridad Nacional, diciendo que a EEUU le interesa una UE fuerte son sinceras, pero una UE fuerte implica una UE que defienda sus intereses, sea autónoma en cuestiones de seguridad –máxime en circunstancias de crisis– y apueste por el poder duro y el pensamiento estratégico y no por las políticas de principios como sistema. Es evidente que esta no es la UE que existe en la actualidad.
Es, hasta cierto punto interesante observar algunas de las declaraciones recogidas en los medios de los principales actores de la Cumbre. Las declaraciones de Durão Barroso, haciendo de la necesidad virtud, cuando comenta como hecho positivo la naturaleza dialéctica de la reunión frente a los discursos del día anterior o la fina ironía de Obama cuando plantea que “no ha sido tan emocionante como otras cumbres porque estábamos de acuerdo en todo” dice muchas cosas de la situación. La Cumbre ha servido para que Obama se encontrase con Van Rompuy por primera vez, pero ha vuelto a poner de manifiesto las graves carencias estructurales de la política exterior de la UE, carencias que derivan más de la falta de voluntad política de los actores implicados que del declinismo o de supuestos datos empíricos en lo que respecta al aminoramiento de la relevancia global de Europa.
Conclusiones: el nuevo y antiguo mundo realista de las potencias emergentes
A determinados autores –entre ellos Timothy Garton Ash– les encanta hablar de nuevas y antiguas potencias emergentes sobre la base de la relevancia histórica que les otorga cierto sector de la historiografía –con el que discrepo– en relación a la importancia que, supuestamente, tuvieron estos Estados hasta el siglo XVIII. Si esto es así y los equilibrios de poder realmente están cambiando –lo cual es debatible y cuestionable a corto plazo– habrá que tener en cuenta la reaparición de un nuevo y antiguo mundo realista, asentado sobre la base de la competición entre actores por cuestiones de seguridad, poder o intereses económicos siendo el mundo idealista de la pos-Guerra Fría un paréntesis o una transición en la historia de la humanidad entre la Guerra Fría y una etapa diferente. Parece, por tanto, que la aproximación y la estrategia de engagement con las potencias emergentes puede no ser tan fructífera como la Administración Obama podría llegar a pensar en un principio y que Europa no sea tan irrelevante como algunos autores piensan.
Consecuentemente, un mundo en el que los equilibrios de poder hubiesen cambiado hasta ese punto, no redundaría necesariamente en beneficio del orden liberal establecido en la pos-Guerra Fría sobre la base de los derechos humanos y la democracia. De hecho, su cuestionamiento –asentado sobre la bases de las equivocadas políticas idealistas de la pos-Guerra Fría– ha sido una constante en el discurso de las potencias emergentes, no necesariamente favorables a realizar políticas de promoción de estos valores. Si EEUU quisiese obtener aliados que compartiesen sus valores –lo que no equivale a realizar una política exterior moralista o de principios–, ¿dónde los va a encontrar?, ¿en el Brasil que considera a los disidentes cubanos delincuentes comunes?, ¿en la India que aún posee graves deficiencias democráticas, pese a las declaraciones de Obama, y apoya al régimen birmano?, ¿en las autoritarias Rusia o China? Parece que, como el propio Obama parece haber reconocido en una entrevista reciente, el aliado que comparte estos valores es Europa. Esto no quiere decir que no haya que tener la mejor relación posible con estas potencias y no aprender las lecciones de la pos-Guerra Fría sobre los efectos contraproducentes de convertir la utopía en la guía de una política internacional, pero sí que significa que la realidad impone límites a lo que un líder puede o quiere hacer. La existencia de una diversidad de regímenes políticos de diverso tipo y con valores distintos o contrapuestos a los nuestros, pese a las afirmaciones de los académicos de los años 90 es, como sostiene John Gray, algo con lo que vamos a tener que vivir durante bastante tiempo.
Si, como dice la Estrategia de Seguridad Nacional de mayo de 2010, Europa sigue siendo la piedra de toque de las relaciones de EEUU con el mundo, el futuro de las relaciones transatlánticas está más que asegurado. Pero no es posible pensar que esta relación se mantenga sin cambios o que la Administración Obama, que además posee una pulsión realista enormemente fuerte, no otorgue una creciente relevancia a sus relaciones con Asia-Pacífico como algo inevitable. Las relaciones transatlánticas seguirán siendo necesarias y su desaparición implicaría nefastas consecuencias para ambas orillas. Pero también debe cambiar para adaptarse a nuevos tiempos, en los que los objetivos de una política internacional no serán tanto la promoción de los derechos humanos o la democracia, como la competición por los recursos, la seguridad o el poder en un mundo más realista. En este sentido, la UE –al igual que EEUU– debería primar la consecución de intereses estratégicos o vitales de forma prudente frente a la promoción de valores o ideales, respecto de lo que siempre puede ser una fuente de inspiración para un público que será –a priori– menos receptivo a estos principios que en el pasado. Pero esta inspiración, como bien sostiene el propio Obama, debería venir de Jefferson y no de Wilson; se debe, por tanto, predicar con el ejemplo y no tratar de hacer “el mundo seguro para la democracia”. Debemos recordar la importancia de tener principios pero sin permitir que estos nos cieguen.
No son buenos tiempos para anunciar gastos en operaciones exteriores o en política internacional con un Occidente que atraviesa una profunda crisis económica –que, paradójicamente, podría convertirse en una oportunidad para el protagonismo de la UE, con unos Estados que recortan gasto en cuestiones de defensa o política exterior–. Sin embargo, una vez se hayan superado las dificultades actuales convendría que la UE cambiase su posicionamiento respecto del discurso utópico o de principios que sostiene para guiar su acción exterior y acometiese la eternamente esperada apuesta por el poder duro, a efectos de poder dejar de depender en cuestiones de seguridad de EEUU y, al mismo tiempo, fortalecer la relación transatlántica.
Conclusión: Si de la Cumbre de Lisboa se esperaban grandes cambios, que pudiesen reforzar e impulsar las relaciones transatlánticas, el resultado es indubitadamente ambiguo. La buena voluntad, por sí misma, no ayudará a reflotar una relación crecientemente fracturada por diversas percepciones –reales o no– que han llevado a su cuestionamiento práctico. EEUU es consciente de que seguirá necesitando a Europa; cuestión diferente es que cuando hacen referencia a Europa no se refieren solo a la UE sino también a la OTAN. Los líderes europeos deberían ser conscientes, al respecto, de que si la UE enfocase las cuestiones de seguridad internacional también desde esa perspectiva, podría sustituir a la OTAN en la lista de prioridades estadounidenses y actuar como un actor internacional de primer orden y pleno derecho en el mundo que se aproxima. Un acuerdo de asociación entre la UE y la OTAN –muy necesario dadas las operaciones que la primera ya está poniendo en marcha– podría ser el primer paso para conseguirlo. Si realmente los líderes de la UE quieren reforzar esta relación, deberían poner fin a las deficiencias estructurales de la Unión en su política exterior –discurso utópico, políticas de principios, pensamiento estratégico aún embrionario, falta de enfoque en el poder duro, etc.–. Estas deficiencias no vienen derivadas de unos datos empíricos sobre el declive europeo sino de la falta de voluntad política de Estados y líderes para acometerlas. La relevancia global como actor de la UE no dependerá de lo que los estadounidenses dictaminen sobre la importancia o no de Europa en el mundo del futuro o del surgimiento de una serie de potencias emergentes, sino de las decisiones que los europeos tomen para ganarse ese puesto de cara al futuro.
La comunicación de 17 de diciembre de Catherine Ashton, reconociendo la percepción de los líderes europeos en lo que respecta a la pérdida de relevancia estratégica de la Unión Europea para Estados Unidos; da una idea de la urgencia existente para realizar las reformas necesarias que la UE necesita en su política exterior y de seguridad común. Una reforma que debe ir más allá de la organización de Cumbres con China o la India y centrarse en los aspectos más débiles de su acción exterior, ya mencionados. La consecución de la “digna independencia” a la que se refiere Ashton, es inseparable del desarrollo de las propuestas mencionadas y del fin del seguidismo existente respecto de Estados Unidos en cuestiones de seguridad internacional. Pese a todo, Ashton reconoce el interés que tiene la Unión Europea para afrontar desafíos novedosos como el ciberterrorismo y el hecho de que reconozca la disponibilidad de recursos de la UE para poder desarrollar esta acción exterior, poniendo de manifiesto nuevamente que el problema es de voluntad política y no de falta de capacidad para conseguirlo. No deja de ser irónico cuando se observa la filtración de WikiLeaks, en relación a los papeles del Departamento de Estado –que algunos medios han considerado una prueba del desapego de Obama hacia la UE–, el hecho de que Sarah Palin haya invocado precisamente a la UE como el actor que debería colaborar con EEUU a la hora de cerrar la web que está detrás de las filtraciones que EEUU ha sido incapaz de evitar. Es un ejemplo más, en un asunto grave pero de ejecución prosaica, de lo que la UE puede suponer para EEUU y de que pese a todas sus limitaciones, todavía sigue siendo necesaria para ellos a la hora de lidiar con aquellos problemas que son comunes a ambos.

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